lunes, 10 de noviembre de 2008


La verdad que Namazu esconde.




Al contrario de lo que muchos consideran como interpretaciones escindidas de la realidad o elaboraciones esperpénticas de la misma, las leyendas encierran verdades que, únicamente la carencia de una indispensable clave interpretativa, pueden llevarlas a la consideración de atisbos o meras fábulas. Y con ello a la infravaloración tanto de nuestros antepasados como de su capacidad de observación de la realidad y su testimonio. Leyendas como la de Namazu, un gigantesco siluro que de acuerdo con la tradición nipona habitaba las profundidades y que era capaz por sí solo de causar los tan temidos seísmos ante la bajada de guardia de la deidad Kashima, quien mantenía aplacado al temido monstruo bajo una gran roca. La escenificación de la leyenda se recogía en xilografías que eran colgadas en las casas como amuletos protectores frente a los terremotos. Un tratamiento literal del mito lo despoja de toda credibilidad, toda vez que hoy sabemos que las causas de las sacudidas sísmicas residen en las excesivas tensiones a las que están sometidas las placas de la corteza terrestre, jamás en la acción de criatura o deidad alguna. ¿Cuál podría ser pues la razón de ser de Namazu, el temible siluro?

Los siluros, de los cuales se tienen registradas al menos trece variedades en el Japón, y también conocidos comúnmente por pertenecer a la familia de los peces gato por sus barbillones bucales, son unos extraordinarios ejemplares habituales de los lechos de ríos, lagos y embalses. Suelen alcanzar los dos metros y medio de longitud y los cien kilos de peso -en algunos casos singulares hasta los cinco metros de longitud y trescientos kilogramos-, con una esperanza de vida superior a los quince años. De actividad nocturna, naturaleza agresiva y hábitos predadores en la fase juvenil y sobre todo adulta, únicamente alcanzan la superficie con fines de caza. No resulta inaudito, pues, denotar la extrañeza de aquellos que apostados en el borde de las aguas veían la infrecuente y hasta violenta actividad del generalmente oculto siluro -alguno de proporciones considerables- previa a la irrupción de un temblor de tierra y la devastación que en ocasiones éste acarrea. O de quien habituado a pescar otro tipo de especies sacaba incomprensiblemente algunos "pequeños" namazus... antes de que el suelo, nervioso, se agitara bajo sus pies. Y es que el trauma que traen consigo los seísmos -o cualquier otro acontecimiento de análoga consideración- lleva a que el humano agudice su raciocinio a la procura de una relación causal entre lo percibido y lo acaecido. De ahí, ante nuestra insignificante pequeñez frente a las fuerzas de la naturaleza y la ausencia de una sismología tecnificada, la perdonable tendencia del hombre a identificar señales prelúdicas con causas ciertas.

En el reino animal reside el más eficaz detector sísmico. Y no se lo debemos al siluro de forma exclusiva. Hoy en día se conoce que diversos grupos como aves, roedores o reptiles merecen la consideración de fiables sismógrafos biológicos. Con un espectro sensorial en muchos casos netamente más amplio al del humano, los animales son capaces de percibir señales precursoras tales como alteraciones en la ionización atmosférica y en el magnetismo terrestre que anticipan la inminencia de un temblor, reaccionando frente a ellas de una manera tan anodina como precisa. Así, en la Reserva Natural de Beijing se destinarán una cantidad determinada de caballos, serpientes, burros, ciervos, tortugas, ranas y pájaros al cometido de la detección sísmica. Sorprendente o no, esto está ocurriendo en China, país al que, por cierto y casi paradójicamente, le debemos la invención del primer detector de terremotos mecánico -año 132 d. C.- y en el que sólo tres seísmos -los tres de magnitud superior a ocho en la escala de Richter y ocurridos en los años 1920, 1927 y 1976- cada uno de ellos ocasionó un número de víctimas mortales parejo al provocado por las dos bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en el Japón de manera conjunta.

En definitiva, la verdad que Namazu esconde es la misma que la que el reino animal alberga. Y hoy, como entonces, la hemos vuelto a descubrir.

miércoles, 22 de octubre de 2008


Se abre el telón.




Año 2008. Se abre el telón. ¿Título de la película? Supongo que muchos, desde la perspectiva que ofrece este mes de octubre, habrán evocado alguno en el que aflore de una manera u otra el sentir mediático predominante: el de crisis. Crisis económica. Crisis energética. Crisis de valores. Crisis medioambiental... Crisis. Todas juntas, todas a la vez.

Y todos nosotros en el papel de testigos. Como una generalidad asistiendo de manera presencial a una bajada de defensas del sistema tal, que una gama de virus con potencialidad letal comienza a adueñarse del mismo. A adueñarse de los temas de conversación, del bombo y el platillo de los mass media, del rictus -del que imaginamos adivinar algunas causas- de aquellos que nos cruzamos de frente... del miedo, en definitiva. La crisis policéfala, como una hidra a la que intentasen aplacar los más altos estamentos político-económico-sociales cuales cabezas de otra hidra anti-cuerpo. En lo económico, el dinero se ha visto multiplicado como panes y peces en anotaciones contables que han dejado de sustentarse en bases de valores reales actuales para participar -en el "ya" y el "ahora"- de valores futuribles acrecentados, esto es, la generación de una deuda insostenible. En lo energético hemos comenzado a atisbar y a constatar que el exceso de demanda hace más patente si cabe el carácter finito de los recursos. Sabemos que el peak energético ocurrirá, tal vez más gradual que repentinamente, pero no sabemos cuándo será el punto definitivo de inflexión ni si nos hallamos, de facto, en los prolegómenos del irreversible proceso. En lo relativo a la decadencia de valores, llegados ya seguramente a un nivel de opulencia impúdica, hemos optado por cabalgar la cresta de la ola... y atrás hemos dejado esencias que cuanto más alejadas han quedado, a su vez, más olvidadas han permanecido. Y a nada ayudan en su rescate el obsceno ejemplo diario de una sociedad apolillada ni el de sus gobernantes, referentes insoslayables de las generaciones incipientes. En lo medioambiental, enfrascados en el debate de si ha tenido o no algo o mucho que ver la mano humana y con las sucesivas prórrogas autoconcedidas por las naciones más poderosas y contaminantes, recelamos de que la capacidad de adaptación del ser humano siga siendo viable bajo determinadas condiciones.

Todo esto, en definitiva, para seguir obviando los dos ejes sobre los que rotan las cabezas de esta hidra. Uno de carácter demográfico-colectivo y el otro espiritual-individual: la superpoblación y la codicia. Los dos grandes males que aquejan al mundo desde que éste dicidió sublimar aquel genético mandato de "creced y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla..." Malthus expuso en su día un punto clave que hoy más de 6000 millones de seres en el planeta evidencian. Y sólo el drama en mayor o menor grado puede poner coto a esta tendencia de incremento exponencial, ya sea a través de medidas dictatoriales de control de la natalidad, epidemias masivas, la proliferación de guerras, un accidente cósmico-planetario... o la propia escasez de por sí. En materia económica se estudia que las necesidades nacen por dos causas: la supervivencia en un primer momento y el placer con posterioridad. Igualmente que la apetencia viene a ser ilimitada -la codicia plasmada por la propia ciencia económica- mientras los recursos, inexorablemente, escasos. Apostemos porque algún día, más pronto que tarde, las distintas ramificaciones policéfalas de la hidra anti-cuerpo dejen de soslayar las causas y afronten el tratamiento del origen como alternativa terapéutica al suministro de analgésicos, parches de morfina para un sistema metastásico. O, de lo contrario, tal vez sea ya demasiado tarde. En tal caso, cerraremos el telón -con él nuestros ojos- y soñaremos que somos esporas, viajeras atemporales. Y desearemos lo que Stephen Hawking preconiza a día de hoy: que el futuro está en el espacio.