Cuando las escobas volaban. Pocas efigies han permanecido de una manera tan indeleble en el acervo de la imaginería popular como la de esas decrépitas y maliciosas damas cabalgando en la noche sus monturas de tallo largo. Rescoldo de los siglos continuamente revisitado y versioneado en multitud de lecturas, historietas y películas más o menos explícita o encubiertamente como lo fue en la célebre E. T., con Elliott huyendo de la Inquisición científica montado en su bicicleta y elevándose hacia las alturas de forma antinatural y mágica, rasgando con su silueta el disco lunar. Siendo fieles a la realidad, los ecos de elevaciones a lomos de escobas no representan otra cosa que la constatación perpetuada en el tiempo del ancestral vuelo chamánico. El vuelo como alegoría de la ascensión, de comprensión de lo oculto, equivalente a la muerte ritual según Mircea Eliade, de separación y superación de lo material hacia la participación de lo perenne o divino. O, ya más cercana a nuestros días, la experiencia psicodélica de los 60 y 70 como expresión de trascendencia y/o huida de la cultura dominante del momento. Habría que remontarse muy atrás en el tiempo para descubrir quizás los primeros vestigios del arquetipo brujeril femenino en las adoradoras de Baco, las bacantes. Mortales y licenciosas, militantes de los misterios báquicos en honor al dios de los excesos, permiten con extrema amabilidad, de acuerdo a lo relatado por Eurípides, el trazo paralelo con todo aquello que se decía configuraba el aquelarre. Máxime teniendo en cuenta el claro vínculo de Baco con el dios Pan, de cuya apariencia heredó fielmente su figura Lucifer, transformado en macho cabrío a partir del medievo. De hecho, se puede decir con propiedad que los aquelarres fueron la continuación pagana –del latín “paganus”, habitante del “pagus” o aldea- de los rituales del desenfreno, orgiásticos y psico-activos, dedicados a la deidad configurada por Baco-Dioniso-Pan.
Como profundas conocedoras del mundo botánico, las brujas –término siempre portador de una clara connotación peyorativa- eran plenamente conscientes de las aplicaciones farmacológicas y extáticas de determinados ejemplares del reino vegetal. Algunas de ellas no sólo curativas, sino también abortivas como eran las del cornezuelo de centeno o el perejil, en ambos casos por su acción contractil en el útero. Es por ello que, junto con otros cargos más delirantes y paranoicos como la causación de epidemias o la generación de tormentas con la aviesa intencionalidad de malograr cosechas vecinales
verbi gratia, se les imputaba el asesinato de niños en el vientre aún de la madre –asunto de siempre tabú para los sectores más reaccionarios-. Doctas en las propiedades psico-activas de las solanáceas, elaboraron extractos y ungüentos que aplicaban mayoritariamente por vía cutánea dada la frágil línea que separaba la dosis efectiva de la dosis letal. No se descarta, incluso, en aras de establecer un margen de seguridad y posibles efectos adversos, la probatura anticipada de los preparados en animales atendiendo al volumen o peso de los mismos en proporción al del cuerpo humano. La mandrágora, el beleño negro, o la datura estramonium formaban parte, entre otras muchas, del elenco herborístico del que se servían con el propósito de provocar la embriaguez del vuelo. Conscientes del momento del año más propicio para su recolección en conexión directa con el nivel de concentración de alcaloides en la planta, descartaban en ocasiones como indiqué antes, dependiendo del grado de toxicidad, los brebajes por la elaboración de ungüentos sirviéndose para ello de grasa animal como base para su aplicación en determinadas zonas del cuerpo. Por lo general donde la piel es más fina y mayores las posibilidades de absorción, como es el caso de axilas, ingles, o incluso en áreas genitales. La escoba no era tanto un vehículo como un instrumento del que se servían para la aplicación y el frote de la sustancia en el cuerpo. No era tanto la escoba lo que las hacía volar como aquello de lo que el mango estaba embadurnado. Quizás por la celosa textualidad con la que fueron tomadas algunas confesiones –muchas veces tomadas bajo coacción-, o por algún tipo de animosidad encubridora de la auténtica realidad, lo cierto es que de ahí surgió la ficción: el ardid del vuelo físico a lomos de escobas.
En tiempos de crisis y desorientación -cuales fueron los del bajo medievo-, la Autoridad -con el propósito de perpetuarse en el círculo de poder- acostumbra a actuar autogenerando por denominación exclusiva un enemigo común y concentrando todas sus energías y las de sus satélites en intentar combatirlo. De nuevo o no tan nuevo cuño, el enemigo transmigra alentado por esa necesidad vital de perpetuidad desde la mera abstracción hasta cobrar visos de realidad física, tangible. Tal fue el caso de la persecución masiva que las brujas sufrieron, sobre todo desde los inicios de la Era Moderna (el Renacimiento), por parte de las autoridades civiles y religiosas del momento. Las brujas (y brujos, si bien en menor cuantía) fueron el chivo expiatorio que permitió la aplicación del método de reafirmar la autoridad a través de la coerción y la violencia. Particularmente lamentable resulta la tendencia involutiva experimentada por la Iglesia, que pasó de la consideración de la brujería como superstición sin fundamento y lejos, por tanto, de ser tomada por herejía –Canon Episcopi, siglo X d.C.- a una posición de militancia combativa consumada en la bula Summis Desiderantes Affectibus del siglo XV d.C., en la que sí se reconoce su existencia y se declara su persecución a muerte. Bastaba la mera sospecha como fundamento de la acusación sin ser necesario ningún elemento probatorio y se otorgaba plena validez a las confesiones y testimonios obtenidos bajo tortura. Para la Iglesia supuso, a su vez, una fuente de ingresos con los que colmar sus arcas a través de la confiscación de los bienes de los acusados y sus familiares… que no fueron pocos. Por un lado el Diablo… por el otro su ministra la bruja. El Enemigo y su adoradora, la mujer, retratada ésta ya desde el inicio del Génesis como más proclive a desfallecer frente a la tentación, a pactar con las tinieblas y a divulgarlas por el mundo. La primera criatura infiel de toda la Creación. Los argumentos que terminaron con la vida de miles de inocentes, legitimados por el mismo y único Dios a través de su intercesora en la Tierra, vencieron en su época… pero –trayendo un poco a la remanguillé a don Miguel de Unamuno- no convencieron en el juicio de la posteridad: Dios y su Ministerio quedaron en evidencia; las brujas libres de seguir volando… con o sin escoba.